martes, 20 de octubre de 2009

LA CRISIS DE POBREZA DE LOS MÁS POBRES


LA CRISIS DE POBREZA DE LOS MÁS POBRES

Laura Fdez-Montesinos Salamanca




No saldremos de una crisis en este país, para ingresar a una peor. No pasarán los más necesitados graves carencias, para lidiar con otras más fuertes. No se dirá desde el gobierno que los impuestos de los ciudadanos servirán para cubrir las necesidades de los más pobres, para que los menores de cinco años sigan abarrotando los espacios en los campo-santos.

Es un tema recurrente que se ha estado tocando desde todos los aspectos, hasta la saciedad. A pesar de todo, la noticia es que los pobres y la pobreza siguen aumentando, y no es moral permanecer ciego a tremendas necesidades de quienes se hallan en situaciones verdaderamente alarmantes.

En artículos anteriores se había tocado el tema de la desgracia de los indígenas de las comunidades más pobres de Veracruz: Zongolica y Tehuipango, comparable a la de cualquier rincón del país, incluso de países latino americanos y africanos, pero no es necesario llegar tan lejos. En ciudades grandes y medianas, algunas familias sobreviven en un espacio marginal, rechazado por el resto. Cerca de fábricas, en barrancos, a la orilla de ríos altamente contaminados, siempre sometidos a circunstancias adversas: ruidos constantes de maquinaria de día y de noche, olores fétidos de aguas negras o contaminadas, abundante fauna nociva, nubes de gases, lluvia de polvo o residuos, suelos inestables y muy peligrosos… Pero es lo único a lo que tienen acceso, porque no tienen nada.

No somos conscientes de que viven tan cerca de nosotros. Suelen pasar desapercibidos hasta que coincidimos con ellos en reuniones de la escuela o en la clínica. El resto del tiempo son casi invisibles.

La historia que se relata a continuación no es ficticia, es una realidad que no está lejos de tantas realidades diarias que se viven en todo el país.

María es una mujer indígena que sobrevive con su esposo en Ixtaczoquitlán, a unos doscientos metros de Orizaba, detrás de la gran fábrica de cementos. Escasamente habla español. Su pequeña casa de madera, de un solo cuarto, está situada al fondo de un pequeño barranco por donde ella ya se ha acostumbrado a subir y bajar con sus dos hijos más pequeños a cuestas (uno colgando del rebozo por la espalda, el otro sobre el pecho), y el resto de pequeños de la mano, pero a cualquiera de nosotros nos resultaría estrecho, sucio, resbaladizo y muy peligroso. Ella usa guaraches de plástico, nosotros precisaríamos de botas para barro con buen agarre.

Cuando llueve, su casa es un lodazal. El techo de lámina no es suficiente para contener las acometidas del agua cuando cae con fuerza y arrastra piedras y tierra, y su escasa y raída ropa se moja. Aún así ella sobrevive con su prole de hijos y sus progresivos embarazos. No tiene más remedio. En la ciudad no hay ayudas sociales, no cuenta con seguro, ni con información ni planificación familiar, y el discutido seguro popular no la atiende porque debe pagar una cuota de cincuenta pesos que no tiene. (Si la tuviera la gastaría en dos kilos de frijoles con que alimentar a sus hijos).

En la única habitación de la casa, se hacinan los siete hijos y los dos padres. La ropa está amontonada encima de la cama porque no tienen un clóset ni cajones donde guardarla. La cama es la única de la casa, por lo que es fácil sospechar que ahí mismo, sobre un deforme y esquelético colchón, han de dormir los nueve. Sobre una mesa de madera rallada y despostillada, se apilan platos y abollados enseres de cocina. Hay un sillón maltrecho y dos sillas. La cocina es un comal de leña. Lava la ropa en una pila, afuera. Sin duda sólo si hace sol, el cual es difícil ver en esa zona en invierno. Y es difícil imaginar dónde podrá tenderla en caso de lluvia o neblina, que en ocasiones dura hasta una semana.

Con frecuencia sus hijos faltan a la escuela porque no tiene para el uniforme, para cubrir las cuotas que le exigen las escuelas de gobierno, o algo que darles para saciar su hambre eterna durante el recreo, cosa que le avergüenza.

Las escuelas públicas tienen la ventaja en estos casos, de contar con ayudas gubernamentales para casos desesperados como el de María. Pero no todas. Las de la ciudad, porque suponen que la extrema pobreza es cosa de zonas rurales, no cuentan con esta ayuda. Y durante el tiempo que sus hijos medianos estuvieron cursando el kinder, las maestras la apoyaban con leche o algún tentempié que darles a los niños durante sus recreos. Para los mayores no hay. La exentaban de las cuotas de la escuela, la apoyaban con los uniformes de los niños, incluso se le regaló un vestido para el fin de cursos de su hija. Pero a María esta situación, por más desesperada que esté, le avergüenza. Y nunca acude a la fiesta de graduación. No puede hacer frente al gasto, por pequeño que sea.

Ella recibe ropa, ayuda de todo tipo, con qué compensar el raquítico sueldo de su esposo (cuando lo hay). Compartiendo un par de huevos de algunas de las gallinas de sus vecinos, sus hijos toman alguna proteína de cuando en cuando. Si no, comen tortillas con chile. A veces sólo con sal. Cuando hay.

Los niños van descalzos, despeinados (ella misma les corta el pelo) y con su ropa llena de manchas y jirones. La ropa es un lujo que no se pueden permitir. Tampoco la luz. Por supuesto no tienen televisión, ni radio, ni refrigerador. Ni siquiera un foco.

El ruido constante a que se han tenido que acostumbrar, es muy molesto para el que está de visita. Zumba noche y día. El polvo también ha de ser un quebradero de cabeza. Y respirarlo un peligro. La planta de tratamiento de aguas también queda a unos pasos de su vivienda. En ocasiones el hedor es insoportable, marea, irrita los ojos, las vías respiratorias y produce nauseas. Pero ya se han acostumbrado, dice ella. Usan agua de lluvia, porque no tienen servicio. Afortunadamente llueve. Desafortunadamente con demasiada frecuencia. Y a consecuencia de la deforestación y el cambio climático, cada vez más fuerte para la resistencia de su pobre vivienda.

Por supuesto el caso de María no es único. Miles, millones viven como ella, incluso en peores condiciones. Mucha gente de las sierras, muchos indígenas, se ven forzados a requerir ayuda de sus vecinos cuando ven pasar el día sin una tortilla que comer. Los niños enferman a causa de la desnutrición, y con triste frecuencia mueren de enfermedades que curaría una buena comida. Las medicinas son un lujo que no se pueden permitir. Como aquella frase del sub-comandante Marcos, que a más de uno nos dejó helados: las familias sopesan entre comprar la medicina o el ataúd, según su costo. Y esta realidad, que pareciera estar tan lejos como Chiapas, está a la vuelta de la esquina, y cada vez se agrava más. Para aliviar esta situación, en las comunidades indígenas de las sierras de Veracruz, el magnánimo ayuntamiento costea la caja para el entierro, cuando la familia carece de medios. (Curiosamente las medicinas no).

Creemos que los indígenas de la sierra sobreviven con sus milpas. Pero las milpas no son la solución a sus problemas. Sin previsión, ni planeación, las milpas son un bocado de unos días. A veces las cosechas no son buenas, sufren de plagas, el clima las arrasa, o la lluvia lava la tierra de las laderas donde se siembran, y la vuelve rocosa y yerma. Entonces se dedican a la deforestación, para vender leña o madera, mucho más redituable que sembrar, lo que agrava el problema. Cada haz de leña cuesta alrededor de cuatro pesos en la zona de Zongolica. Con cuatro pesos se compran 12 tortillas, insuficiente para una familia. Insuficiente para cualquier persona. Pero familias enteras sobreviven con menos de eso.

Teniendo en cuenta la terrible necesidad de estas personas, el también magnánimo gobierno de México se ha dado a la tarea de construir clínicas en Zongolica. Pero se le olvidaron otras zonas igualmente marginadas. Se le olvidó que la desnutrición no se cura con medicinas, sino con alimentos, con educación para un futuro con futuro. Con el mantenimiento de sus tradiciones, no con apoyos externos que hacen peligrar aún más su forma de vida, incluso la extermina, en lugar de fomentarla y fortalecerla para tener una forma de vida, un oficio que legar a sus hijos, una tierra que cultivar para comer.

No es necesario irse a la sierra. María sobrevive tras una fábrica en Orizaba, y en las cumbres de Maltrata y Acultzingo, en la carretera a Tehuacán, cientos de familias, han abandonado el campo para servir en la ciudad durante el día, dejando a sus hijos solos, para regresar con veinte pesos que les alivie el hambre.

Para frijoles, antaño la base alimenticia, ya no alcanza. El kilo de frijol sobrepasa los veinticinco pesos. El arroz también está prohibitivo. Si tienen dónde, podrán tomar un chile de una planta que siembren ellos mismos, pero fuera de temporada no hay. El recurso es la tortilla. Pero con la subida de la gasolina, el costo de la masa aumenta. La luz empieza a ser otro lujo más. Y esto no es ficción.

En Acultzingo no hay clínica. Cuando una persona se enferma de gravedad y no tiene posibilidades para acudir con un médico particular y comprar medicina, tiene que viajar hasta Zongolica, o Coscomatepec, a más de tres horas por carreteras infames, porque en la ciudad, que está a la mitad del tiempo, no los atienden. Para acceder al seguro popular tendrían que cubrir las cuotas, y por supuesto para las revisiones periódicas que debe hacerse toda mujer, deben esperar a la visita de los especialistas de México, una vez al año, y en caso de infección, que es lo más frecuente, o para hacer alguna prueba, las envían a las clínicas de las sierras. Muchas no van por temor, por falta de tiempo, porque si faltan al trabajo se quedan sin medio de subsistencia, o por falta de medios. Y su enfermedad queda sin tratar.

Las restricciones al sector salud y educativo, están marginando, más si cabe, la situación desesperada de estas personas. La indefensión es cada vez mayor. Y como el sistema original de subsistencia (agricultura y medicina tradicional) se ha sustituido por el occidental, la gente ya no recurre a las hierbas medicinales que podrían ser un sustituto de calidad en su caso, y una forma económica con que aliviar su situación, una forma de auto empleo y de progreso para la comunidad. La falta de visión en este tema, y especialmente de apoyos para su recuperación, fomenta la pobreza extrema, obliga a las sociedades a migrar, y a abandonar las formas de vida tradicionales, para sumarse a una occidentalidad egoísta y corrupta, que impacta brutalmente en su cultura, hasta casi haberla hecho desaparecer sin el menor pudor. Por eso este país es cada vez más pobre: más pobre económica, cultural, socialmente. Y más rico en marginación, en corrupción, intolerancia y avaricia.

La mortandad materna e infantil se está incrementado y el hambre hace estragos entre las comunidades indígenas, no indígenas, marginadas, rurales y urbanas. Ya no hay distinción, porque el aumento indiscriminado del desempleo potencia la pobreza. Ya no hay trabajo tampoco para quienes tienen una educación somera y rural. Los puestos medianamente decentes de salarios insuficientes, son para personas capacitadas, para egresados de universidades, para quienes han tenido la oportunidad, por lo menos, de terminar un bachillerato en alguna escuela de buen nivel educativo. El resto, están condenados a efectuar los trabajos más pesados y desagradables, a tolerar abusos por la abundancia de mano de obra casi servil, a recibir salarios ínfimos a costa de interminables jornadas laborales, a trabajar sin seguridad laboral ni médica de ningún tipo, y la indefensión crece. Al tiempo, los impuestos aumentan, la inflación se dispara, los puestos de trabajo desaparecen, y muchos desempleados se ver forzados a migrar, incurrir en delitos para comer, o ingresar en mafias a costa de su vida.

De esta manera, los hijos de María, están condenados a vivir marginados laboralmente, porque con frecuencia no pueden ir a la escuela. Además, escasamente alimentados no son capaces de atender debidamente ni de retener los conocimientos. Su cerebro está más ocupado en ahorrar energía, que en aprender.

Pero ésta parece ser la tendencia avasalladora de los gobiernos de derecha: fomentar la mano de obra barata para abastecer a los países que la precisan, subdesarrollar la educación pública para desarrollar la técnica que aporte albañiles, plomeros y mecánicos eficientes y baratos, que sirvan explotados a la clase política, empresarios y magnates, y que se encarguen de pagar los impuestos para que ellos sigan creciendo en un país marginal, corrupto y racista.

En plena crisis recurrente y aguda, en pleno subdesarrollo a todos los niveles en este país, el señor que administra las finanzas, tiene la desfachatez de afirmar, sin vergüenza alguna, que muchas familias verán restringidas sus tres comidas al día, y la reducirán a una. Eso, en caso de que tuviesen una, porque el Sr. Calderón no se ha dado una vuelta por cada rincón del país, para ver en las condiciones infrahumanas en que viven personas como María y sus siete hijos. Ellos, Sres. del gobierno, no comen tres veces al día. Si acaso una. Y a pesar de precisarla desesperadamente, no reciben ayuda gubernamental, pues no existen en el censo, viven casi escondidos en una zona industrial, a dónde ¡ni a la Coca Cola!, que no deja espacio sin registrar, se le ocurriría llegar, pues ¿quién va a pensar que más allá del final de la “civilización” pudiese habitar gente?

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